Sítio Roberto Burle Marx: mensajes desde el paraíso

Burle Marx, el ‘Picasso’ del jardín, fue el creador de un paisajismo que recurrió a la flora autóctona brasileña para convertirse en arte con vocación transformadora. En su finca de Santo Antônio da Bica, cerca de Río de Janeiro, brilla lo más querido y exuberante de su genio.

La imagen del paraíso soñado, de la mano de Roberto Burle Marx en su jardín experimental. Infinitos verdes, pinceladas de color de flores y hojas, espejos de agua, rocas: el material del artista.

Dónde sino en Brasil, el más grande jardín de “ese inmenso jardín que es América”, podría concederse la categoría de Monumento Nacional a un parque privado que hoy es patrimonio también del mundo. Brasil fue el humus de Roberto Burle Marx, un artista que combinaba en cada idea lo mejor de la vanguardia europea y de la vitalidad creativa brasileña, innovadora y optimista. Se le catalogaron unos 7.000 proyectos, más de 1.000 realizados.

En los jardines de Burle Marx, cada planta, hoja, color, textura, fruto, tronco, roca, senda, cada composición es otra pincelada de un lienzo tridimensional que obliga a la imaginación a volar.
Alegría respira el sítio (hacienda) de Santo Antônio da Bica, al sur de Río de Janeiro, porque el objetivo de su diseño fue la felicidad: de su autor, de sus visitas, de las personas que acabarían disfrutando en otros lugares de los paisajes diseñados con plantas allí criadas. Esa intención está en el origen de su esfuerzo: “Devolver a las personas el verde que la ciudad les robó”, y estimular en ellas la sensibilidad artística a través del paisaje creativo.

“Nos enseñó la libertad de observar qué hay de bello e interesante en nuestro entorno traduciendo culturalmente nuestra flora”, dice Roberio Dias, director del Sítio. “Nos lo explicó sin palabras, creando espacios de convivencia y ordenando la naturaleza para que las personas pudieran entenderla”.

Hasta que él llegó, el diseño de jardines públicos en Brasil se hacía según los dictados europeos, por europeos y con plantas europeas: colonialismo vegetal. De hecho, Burle Marx tuvo que descubrir la riqueza natural de su país en un botánico de Alemania, con 19 años. Pero a los 20 acogió entusiasta el Manifiesto antropófago (1928), de Oswald de Andrade, que reivindicaba la originalidad cultural brasileña sin volverle la espalda al faro del Viejo Mundo, y la aplicó al paisajismo con resultados revolucionarios.

Como un Humboldt, recorrió en múltiples expediciones las selvas y litorales. Descubrió numerosas especies que hoy llevan por nombre burle-marxii. Adquirió la enorme finca de Santo Antônio para hacer de ella su hogar y el de cientos de especies autóctonas y foráneas de latitudes tropicales. Allí las aclimataba, combinaba y reproducía para nutrir sus proyectos profesionales.

Santo Antônio fue vivero y posiblemente el mayor jardín experimental del mundo. Un templo de la Naturaleza con factura humana. “Es mi lugar de experiencias”, decía el maestro. Ese es el otro pilar de Burle, el mestizo hijo de judío-alemán y brasileña-portuguesa, el cosmopolita políglota: era un artista total. Pintor, escultor, ceramista, muralista, diseñador, músico y cantante además de botánico, investigador, jardinero y paisajista. Todo a la vez. Su concepto del paisaje es pictórico y escultórico y, por extensión, arquitectónico. Por eso el Sítio de Santo Antônio es un mural de 365 hectáreas recostadas sobre la ladera de un monte, con más de 3.500 especies.

Las plantas, material del arte

En este gigantesco botánico se suceden los ambientes contrapuestos. Algunos transmiten misterio entre la luz tamizada por la neblina tropical, con ese halo de decorado donde cada elemento se emplaza calculadamente como si la naturaleza espontánea acatase las leyes de una incierta geometría. Cada planta, hoja, color, textura, fruto, tronco, roca, senda, cada composición es otra pincelada de un lienzo tridimensional que obliga a la imaginación a volar para redescubrirlo desde una perspectiva aérea.

“El diseño paisajístico no es más que el método que he encontrado para organizar y componer mis dibujos y pinturas con materiales menos convencionales”, decía. La producción pictórica de Burle evidencia la sintonía con sus jardines. Adoraba las explosiones cromáticas y las formas enérgicas de Van Gogh, los contrastes violentos de color en los fauvistas, las esculturas biomórficas de Jean Arp...

A quien no está acostumbrado a la excentricidad vegetal del trópico, todo le parecen rarezas. El corazón rojo del Orthophytum burle-marxii, entre otras muchas bromeliáceas, en la subida hacia la casa de Burle. La Corypha umbraculifera de Sri Lanka, una de las más curiosas especies de palmera porque tarda de cuatro a ocho décadas en florecer, en una explosión de plumosos penachos, para después morir. El pau ferro (Caesalpinia ferrea), cuya madera es tan dura que pueden romperse los clavos. La Heliconia vellerigera, un híbrido que en el Sítio describen así: mitad langosta, por el color de sus pinzas, y mitad macaco porque son peludas.

O el propio espacio de El Sombral, el jardín de sombra de 14.000 metros cuadrados que asegura a las numerosas especies provenientes de la umbría de la selva las condiciones que necesitan. Cada especie cuenta una historia digna, como se ve, y se huele, de protagonizar un cuento fantástico de Cortázar.

La mitología personal de Burle se expresa también en el atrezo del paisaje, en los muros y arcos de su estudio construidos con granito procedente de demoliciones urbanas; en la pérgola de flor de jade (Strongylodon macrobotrys), una trepadora de flores de un extraordinario tono azul verdoso; en estanques y cascadas a los que atribuía la misma capacidad de serenar que la buena conversación; en esculturas rocosas perdidas entre la floresta; en las gafas redondas que siguen sobre la mesilla de noche en su dormitorio, casi una celda franciscana. Un santuario personal pero abierto de par en par al mundo, igual que su arte paisajista, cuyo fin fue alegrar la vista y por lo tanto la vida.

http://sitioburlemarx.blogspot.com

El arte del jardín,


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