Jardín de Cactus de Lanzarote: escultura viva
El artista-ecologista César Manrique diseñó en el Jardín de Cactus de Guatiza, Lanzarote, un paisaje único donde la naturaleza se confunde con el arte. Un cactarium volcánico, sereno, misterioso, formado por unos 10.000 ejemplares pertenecientes a 1.100 especies oriundas de América y África y endémicas de Madagascar y las Canarias.
Guatiza es un ejemplo de paisajismo en el desierto con cierta inspiración oriental, logrado combinando cactus de múltiples formas. Abajo, Echinocactus grusonii, el popular asiento de suegra, un cactus esférico con una corona de púas.Fue arquitecto, pintor, escultor, divulgador, urbanista... pero también jardinero y paisajista a gran escala. César Manrique consideraba toda su isla natal como un árido edén a conservar, un símbolo del planeta. “Es una obra de arte sin montar, sin enmarcar”, decía. Lo consiguió. Su tenaz militancia ayudó a frenar la especulación urbanística desde los setenta, cuando el concepto de desarrollo sostenible solo estaba en el pensamiento de los visionarios.
Pero una de las obras que más fielmente refleja su ideario es el Jardín de Cactus situado junto al pueblo de Guatiza. Se trata de un botánico exhaustivo (5.000 metros cuadrados con unas 10.000 plantas de más de 1.100 especies procedentes de América, África y endémicas de Madagascar y las Canarias), pero no está concebido para la ilustración científica sino como un paisaje pictórico casi surrealista, destinado a la recreación, la contemplación, la participación del visitante en una obra de arte levantada con rocas, cenizas, agua y plantas.
Tradición agrícola canaria
Manrique sanaba así una herida causada por el hombre. Emplazó el jardín en el semicírculo, a modo de anfiteatro, excavado por una vieja cantera de picón o rofe, la ceniza volcánica que usan los campesinos para cubrir los cultivos y conservar la humedad nocturna en una tierra sin lluvia. Es más, el lugar se integra en un mar de chumberas tuneras dedicadas a la producción de cochinilla, el insecto usado para producir tintes cosméticos y alimentarios que mantuvo a la sufrida población isleña durante dos siglos.
Otros homenajes a la tradición agrícola canaria: las laderas del anfiteatro están aterrazadas en bancales, el viejo sistema para optimizar la tierra fértil, sombrearla y protegerla de los vientos. Además, preside el recinto una loma con un antiguo molino en su cima, restaurado escrupulosamente por el propio Manrique en 1973. El ingenio hacía la molienda de los cereales que componen un alimento básico para la supervivencia desde tiempos prehispánicos: el gofio.
El artista era un maestro del camuflaje. El emplazamiento del jardín en la hondonada lo oculta a la vista y se sabe que allí sigue solo por los carteles y una singular baliza: la escultura metálica de un cactus de ocho metros de altura. Diseñó la portada con un dintel de piedra volcánica porosa labrada a mano según la costumbre local. Tras ella, una entrada giratoria pensada para que el visitante, en penumbra, no vea nada y de repente se abra ante él toda la panorámica del paisaje.
El toque zen del artista
Ahora que se han puesto de moda los jardines zen, se entiende mejor el gusto del artista por los diseños de inspiración japonesa mucho antes de que fueran conocidos e imitados en Europa. Su huella es evidente: estrechos caminos de piedra serpentean y crean trayectos que se entrecruzan; las plantas se distribuyen con holgura para destacar la belleza individual de cada ejemplar; la combinación de especies logra calculadas composiciones de forma y color, especialmente en los parterres, cubiertos de gravilla y ceniza volcánica cuyos tonos metálicos resaltan aún más el colorido vegetal. En el centro dispuso un estanque con peces y pequeños canales ramificados.
La perspectiva siempre es panorámica: las plantas no son frondosas, no se ocultan unas a otras y el paraje prácticamente entero queda a la vista desde cualquier punto del recinto. El conjunto es enigmático, un paisaje genuino conseguido por contraste entre los extraños habitantes de los desiertos y el reino mineral. Mineral pero no inerte: los tonos rojizos y ocres contribuyen a la calidez, arropan e invitan al paseo lento.
César Manrique también usó la piedra como elemento de exposición: repartió por todo el entorno pequeños y grandes bloques de roca volcánica a modo de esculturas (otro recurso oriental y clásico del arquitecto y escultor: recordar a los humanos que la naturaleza pura y desnuda es la primera obra de arte). Levantó los muros de los bancales como un mosaico entre abstracto e impresionista, con bloques de rocas basálticas de tonos diferentes. Es más, las cimas y volcanes en el horizonte cercano, conocidas por su color como Montañas de Sangre, sirven de gran marco geológico.
La impresión estética cambia con cada momento climático: los tonos de las rocas y las plantas varían bajo el sol directo, en las sombras del ocaso, si el cielo se encapota con nubes atlánticas... Y, por supuesto, se transforma con el espectáculo de la floración, que también guarda sus secretos: algunas especies poseen flores nocturnas para protegerlas de la luz excesiva, como la pequeña pero espléndida reina de la noche (Selenicereus grandiflorus), que se vuelve un tupido ramo solo cuando nadie la ve.