Isamu Noguchi: el jardín zen como escultura simbólica
Materia, textura, escala, símbolo, en una evocación escultural del paisaje. A partir del Jardín de la Paz de la Unesco, los jardines zen del escultor y diseñador americano de origen japonés Isamu Noguchi revolucionaron el paisajismo.
En el Jardín de la Paz que Noguchi creó en la sede de la Unesco, en París, el paso de las estaciones tiene un gran protagonismo. Resulta tan bello cuando florecen los cerezos como lleno de verde en verano o cubierto de nieve en invierno.En pocos paisajistas es tan importante conocer de antemano su biografía para poder entender en profundidad su obra. Isamu Noguchi fue un crisol: mitad japonés mitad estadounidense, educado en las dos culturas, mentalidad de puente, viajero constante por países y vanguardias artísticas, estudiante de medicina, poeta como su célebre padre, escenógrafo de compañías de teatro y danza, diseñador de muebles-icono (nunca asumió la jerarquía entre artes mayores y menores), y sobre todo escultor respetuoso a la vez que intérprete libre de la tradición nipona.
El Jardín de la Paz de la Unesco
Su serie de jardines repartidos por el mundo reflejan ese ideario, especialmente el Jardín de la Paz (1956-1958), en la sede parisina de la Unesco, el primero entre los zen diseñado por un escultor y no un jardinero. Según Ana María Torres, arquitecta y especialista en la obra de Noguchi, organizadora de una exposición sobre este autor en el IVAM, en Valencia, Noguchi crea una nueva visión de la naturaleza en composiciones abstractas conseguidas con el exquisito equilibrio entre “materia, textura, escala y símbolo”.
Noguchi decía de su Jardín de la Paz: “Quien entra en él halla algo real hecho a su escala. Un espacio vacío carece de dimensión visual… la escala y el sentido irrumpen en el instante en que se introduce una línea o un objeto preconcebidos. He aquí la razón de que los objetos escultóricos creen espacio. Su función es producir ilusiones. El tamaño y la forma de los elementos se subordinan a los que tengan los demás elementos y el espacio. A estas esculturas yo las llamo jardín”.
Así pues, Noguchi equilibra la tradición paisajista japonesa con la del arte occidental, usando las esculturas en piedra como “los huesos del jardín”, los elementos sustentadores. De hecho, seleccionó una por una las rocas autóctonas japonesas (80 toneladas) para tallar las esculturas en torno a las que giran unas pocas especies calculadamente distribuidas: césped, coníferas, magnolios, cerezos, flores de loto... que reproducen la esencia de los jardines japoneses clásicos y donde es protagonista la secuencia de las estaciones.
En la entrada del recorrido, estructurado en dos niveles con 1.700 metros cuadrados en total, se yergue Wa no taki (Cascada de la Paz), en una de cuyas rocas Noguchi talló el ideograma Wa —“equilibrio y paz”— del revés para que se reflejara correctamente sobre la superficie del agua. Justo detrás, el Ángel de Nagasaki, escultura superviviente de una iglesia arrasada por la bomba atómica.
Un lienzo tridimensional
La vista cenital sobre el jardín ilumina su sentido: parterres, montículos y capas de guijarros de diferentes tonos, con formas orgánicas aisladas o entrelazadas, en composición minimalista que no concibe lo agreste o lo abigarrado. Un sencillo puente de hormigón, un sendero, el canal que desemboca en el lago, una isleta, un banco de cedro rojo, un pequeño túmulo con las rocas a un lado… contados elementos pero emplazados en un lienzo tridimensional, cuya serenidad estética inspira la meditación del paseante quizá solitario, busca su integración en un paisaje donde cada parte es tan importante como el todo, sin jerarquías. Todo es igualmente valioso en la naturaleza porque todo está conectado, eres afortunado si sabes formar parte, viene a decir.
Ese simbolismo directo o velado está por doquier. En la gran colina de piedras rodeada de agua, que evoca la tradición Horai de la isla nipona donde viven los ermitaños; en los trechos pavimentados del nivel inferior del jardín, que remiten al budista Paseo de la Felicidad (irónicamente es el País de los Muertos), amenizado por el baile de las plantas y la música del canal-cascada; en el cilíndrico Espacio para la Meditación, que reposa sobre una gran losa de granito superviviente de la bomba de Hiroshima.
Pero Noguchi rompió los moldes del simbolismo zen para reforzar su simbología personal. El jardín zen clásico no ofrece una panorámica sobre el conjunto, no se adivinan sus recorridos maestros, se diseña para revelarse paso a paso, pausa a pausa. Noguchi, en cambio, creó una plataforma elevada —butai— al comienzo del jardín desde la que se ven discurrir claros sus tres ejes: el Camino de las Flores y la Corriente, el que conecta el puente combado con una linterna nipona de roca ubicada en el espacio adoquinado donde se celebra la ceremonia del té, al que conduce el tercer camino. Para el artista, soberano, esa panorámica anticipa el sentido del detalle, como el detalle encuentra su sentido en el conjunto.
Mientras la tradición zen mantiene difusos los límites entre espacios vegetales y ornamentales, Noguchi los separa rotundamente, recurso muy repetido a partir de su ejemplo. Por eso mismo, quiere que el resultado de su concepto escultural del jardín permanezca estático, cuando la ortodoxia zen permite la evolución espontánea de las plantas para que, con los años, el paisaje siga en parte sus propios designios. Noguchi quería que el Jardín de la Paz no cambiara su forma para imprimir en el visitante la misma sensación de equilibrio. Ese es su fondo. Como símbolo del buen entendimiento entre tradición y evolución respetuosa, el encargado de restaurar y mantener saludables pero inmutables todos sus elementos ha sido Toemon Sano, un jardinero de larga raigambre zen: 16 generaciones consecutivas en este oficio de la felicidad. Y de la paz.